29 de juliol del 2008

Corrección política, la batalla final

Esta mañana, oyendo por la radio un anuncio de El Corte Inglés, he visto claro que los que nos oponemos a lo políticamente correcto tenemos la batalla perdida. En esta, la última versión del anuncio, dice la locutora, con su inconfundible tono y timbre: "...y si no está satisfecha o satisfecho, le devolvemos el dinero".

Hasta ayer mismo, animado de un optimismo quizá irracional, creí que la razón (valga el contrasentido) podía ganar esta batalla. Lo de los vascos y vascas de Ibarretxe me parecía una extravagancia más del lehendakari; a la miembra del Gobierno Bibiana Aido, dicho sea con todo el respeto, no termino de tomármela en serio; Lidia Falcón y sus radicales seguidoras -que por otra parte de correctas tampoco presumen- la daba ya por amortizada, y más bien me sorprende cuando reaparece firmando un artículo de opinión; pero !ah amigos! (¡y amigas!) lo del Corte Inglés son palabras mayores que de ninguna manera me atrevería a tomarme a chirigota. Si El Corte Inglés toma partido por algo, sabe lo que hace. Hemos perdido la batalla. Y quizá la guerra.

Y Bueno, aunque sea verano, y una regla no escrita, pero férrea como pocas, obliga a relajarse en todos los sentidos, no quiero pasar por alto un artículo de Victoria Camps, que me ha parecido importante, sobre el tan traído y llevado "Manifiesto". Puesto que ya he dicho lo que pensaba sobre el mismo en El Pombo, e incluso lo he copiado por si alguien no sabe o no quiere asomarse a El País, simplemente lo dejo enlazado aquí: Identidad y realidad

11 de juliol del 2008

Algo habremos hecho mal...

Ayer día 10, en su edición nacional, El País publicaba un artículo de Félix de Azúa titulado: "¡Socorro!". No voy a descubrir al personaje (con su vieja obsesión por el Titanic) ni a desmenuzar el libelo; ahí está (en abierto) para quien quiera leerlo. Lo que me interesa, porque no es ninguna broma, es el fenómeno. Apenas 24h después de su publicación 700 lectores de la web de El País habían valorado el artículo con 4 estrellas y media sobre cinco. Es decir, consideran que el artículo es entre "muy interesante" e "imprescindible". Ya se que el instrumento dista de ser objetivo, pero para mí es indicativo del estado de la cuestión, que es el siguiente: una masa importante de ciudadanos se levantan cada día ávidos de firmar un manifiesto u otorgar cinco estrellas a un artículo que refleje con contundencia su estado de cabreo hacia los nacionalismos disgregadores e insolidarios. Masa que es a su vez punta de lanza de una mayoría, no por silenciosa menos significativa. Dicho sin embudos: España le tiene ganas a Cataluña. (Dejémonos de filigranas sobre si hay que decir España y Cataluña o "los ciudadanos de").

Ante este fenómeno, a lo primero que se aplica cualquiera con un poco de sensibilidad es a preguntarse por las causas (que es tanto como decir por los culpables). Y lo más socorrido, claro está, es el enemigo exterior: los nostálgicos del franquismo, El Mundo, La Cope, los neo-jacobinos, etcétera. Lo segundo, los elementos: lo mal que nos comprenden y lo mal que nos explicamos desde tiempos históricos. Ahí suelen aparecer desde Ortega y Azaña hasta el vaso de agua clara de Julián Marías (el padre de Javier). Finalmente, y si mucho nos apuran, miramos (muy discretamente) alrededor y nos decimos que hombre..., que sí..., que quizá alguna responsabilidad tienen nuestros nacionalistas radicales. Esos chicos, que dirían los vascos. Pero de chicos poco: hay mucho alopécico y mucho barrigudo cincuentón haciendo el caldo gordo a los insensatos que queman banderas y boicotean las obras de la MAT, y muchos más que miran para otro lado.

Digámoslo claro: hay demasiada condescendencia -o miedo, o connivencia, o todo ello junto- para con los excesos del nacionalismo de casa. Hace algunos meses dediqué una extensa serie de entradas de este blog a comentar un reciente libro de Juanjo López Burniol en el que analiza la deriva que ha tomado la relación Cataluña-España en los últimos años. Burniol es un declarado amigo de Cataluña. Llegó a implicarse con entusiasmo en un proyecto federalista y progresista en el que creía de buena fe. Hoy -no hace falta que lo explicite, basta con leerle y oírle- se está distanciando cada vez más y, aunque lo hace con elegancia, apenas puede disimular su desengaño. Sería poco trascendente si no fuera sintomático: estamos perdiendo amigos, al mismo ritmo que hacemos enemigos, y nos lo estamos ganando a pulso.

Ese atajo de abajofimantes -hacia los que difícilmente me va a ganar nadie en menosprecio, por su escasa categoría intelectual y ética (por mucha vaca sagrada que haya entre ellos)- tiene razón en una cosa: la Cataluña sensata y progresista está acogotada por miedo a contradecir a los nacionalistas y a ser acusada de botifler. Estamos una vez más, y ahora de forma masiva y colectiva, bajo el síndrome Companys: "a veure si ara també direu que no soc prou catalanista". Parafraseando al alcalde Ruíz Gallardón ,es hora de preguntarnos qué hemos hecho mal, puesto que alguna responsabilidad debemos de tener en el desaguisado.